Wednesday, August 01, 2007

CHINESE INTERMISSION


Atención, atención, a todas las unidades: este blog se encuentra en un estado de hibernación pasajera. La falta de contenidos del mismo se debe a causas que no son imputables a su propietario, y que aunque lo fueran, serían automáticamente negadas por éste.

Durante las próximas semanas, esta bitácora permanecerá cerrada con candado a cal y canto. Es más, para cuando ustedes lean esto, es muy posible que el señor Kahuna se halle ya en las lejanas tierras del Imperio de Fu Manchú, y por lo tanto no pueda comunicarse con el mundo occidental a través de las herramientas virtuales a las que ustedes están acostumbrados. Además, tengan en cuenta que aunque lo hiciera, los posts saldrían escritos en extraños y crípticos ideogramas como los que salen en los créditos de las películas de los Shaw Brothers, por aquello de la diferencia alfabética entre unos países y otros. Y claro, ustedes no entenderían una mierda, o pensarían que quizás se ha roto otra vez lo del Internet, que no funciona, que sale todo en un lenguaje informático raro. Para no dar lugar a este tipo de malentendidos tan lamentables entre personas que se precian de ser cosmopolitas y multiculturales, el señor Kahuna se mantendrá ausente, en su ya clásica neutralidad, hasta que se solventen los problemas de ubicación geográfica que le obligan a descuidar sus obligaciones cibernéticas. Mientras tanto, que sigan ustedes pasando el veranito, mientras el señor Kahuna se acuerda de ustedes a la vez que degusta alguna infusión opiacea exótica en algún burdel remoto de los barrios bajos de Shanghai.

Salud y licor de arroz para todos

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Tuesday, July 03, 2007

GRANDES MAESTROS DEL TIMO Y DEL EMBUSTE


4. GREGOR MACGREGOR Y SU ÍNSULA BARATARIA (2/2)
4.
El primero en partir fue el Honduras Packet. El buque en cuestión había sido fletado por la propia Embajada de Poyais para transportar allí a la primera tanda de colonos, aunque Macgregor tenía ya fletados varios barcos más para posteriores migraciones en los meses venideros. Los barcos estaban convenientemente aprovisionados de alimentos y munición, y los pasajeros llevaban todos sus ahorros convertidos en dólares de Poyais, moneda absurda del Monopoly que Macgregor había imprimido en su casa y que había cambiado a los colonos por sus respectivas libras esterlinas. ¿No es brillante? En septiembre de 1822 el Honduras Packet zarpó desde Londres hacia las Américas con 70 colonos a bordo, entre los cuales había médicos, abogados y banqueros que habían comprado cargos de renombre en las instituciones gubernamentales de Poyais.

Cuatro meses después, el buque Kennersley Castle zarpó también desde Escocia, con 200 nuevos ilusos a bordo. ¿A dónde coño se dirigían estos barcos? Pues al punto geográfico que Macgregor les había indicado en el mapa, en el que hipotéticamente se hallaba Poyais. Téngase en cuenta que en aquella época un barco podía tardar sus buenos tres meses en cruzar el océano, lo que le daba a Macgregor un amplio margen de maniobra para poder fletar todos los barcos que quisiera y poner pies en polvorosa antes de que regresaran siquiera los del primer buque. El Kennersley Castle llegó a su destino en marzo de 1823, y se pasó dos días enteros buscando un puerto en el que amarrar. En su búsqueda infructuosa, quiso la providencia que encontraran por allí tirados a los colonos del Honduras Packet, que había ido a la deriva a causa de una tormenta. Lo único que había allí a lo largo de muchos kilómetros de costa era básicamente una jungla virgen, muchos bichos, ciénagas, cuatro nativos en taparrabos con lanza y un par de ermitaños norteamericanos que se habían retirado allí del mundanal ruido para hacerse uno con el cosmos y la naturaleza. Lo más parecido a la ciudad de St. Joseph descrita por Macgregor eran cuatro ruinas chungas que había allí en estado de abandono total, al parecer fruto de un antiguo intento de colonización que se había quedado en nada. En otras palabras, aquello era un territorio tan inhóspito que los pocos colonizadores que habían tratado de establecerse allí directamente se habían pirado. Mientras algunos de los futuros gobernadores de Poyais se enfrascaron en la tarea de buscar algún buque que los sacara de aquel lodazal, el resto de la tripulación se dedicó a construir algún tipo de refugio, aunque sólo fuera con cuatro maderos, para poder al menos protegerse de las inclemencias del clima.


La cosa derivó en un enfrentamiento como el de EL SEÑOR DE LAS MOSCAS, en el que los propios colonos se liaron a hostias entre ellos discutiendo sobre quién debía tomar el mando, y sobre quién debía arrimar el hombro en aquel vertedero selvático. Por si las turbias relaciones entre aquellos acaudalados señores no fueran suficiente lastre, algunos de ellos empezaron a irse al otro barrio a consecuencia del dengue, la malaria o la enfermedad de Chagras, por no hablar de los constantes problemas de salud causados por el calor, el agua infectada, las picaduras de insectos... Incluso parece que algún colono directamente se suicidó. En abril, cuando algunos ya llevaban cinco meses allí perdidos de la mano de Dios, un buque oficial de Belize llamado Mexican Eagle se topó con los colonos de puta casualidad, y su capitán tuvo a bien escuchar la increíble historia que le contaron. Ni qué decir tiene que tras conocerla casi se descojona del timo que les habían metido, pero por respeto contuvo la risa y les informó de que no existía ningún lugar llamado Poyais, y que como mucho, si querían, su buque podía llevarles al menos a Belize, que por aquel entonces era territorio británico y estaba algo más civilizado que el lugar en el que estaban ahora. Los colonos obviamente aceptaron el ofrecimiento, con tan mala suerte de que durante el corto trayecto fueron víctimas del típico brote tropical hijo de puta. Entre las enfermedades palúdicas, el tifus, la disentería y otros males de fácil contagio, los que no la palmaron durante el viaje tuvieron que ingresar en hospitales de Belize, en los que corrieron una fortuna no mucho mejor que en alta mar. De los 250 colonos que recogió el Mexican Eagle, 180 murieron sin poder salir de Centroamérica. Los 70 restantes zarparon hacia Londres en agosto en el buque Ocean, en cuya ruta también perecieron muchos de ellos, siendo finalmente menos de 50 tíos los que, a mediados de octubre, desembarcaron vivos en la capital británica. Ni qué decir tiene que para cuando llegaron allí, un año después de su partida, otros cinco barcos de los que nada se sabía habían partido hacia Poyais cargados de colonos.

Los que regresaron contaron su historia en los periódicos, los cuales a su vez denunciaron enérgicamente los chanchullos que había montado Macgregor ocasionando tales desgracias. Incomprensiblemente, los supervivientes, cegados por el deseo de convertirse en caciques de aquella lejana tierra prometida, se negaban a culpar a Macgregor del asunto, y seguían creyendo en la existencia de aquel País de la Piruleta que éste les había prometido. Al igual que con el Forum Filatélico y similares, el timo estaba tan bien montado que no podían dar crédito a que una infraestructura tan aparatosa y con semejantes garantías diplomáticas fuera un simple espejismo engañabobos. Incluso aquellos que perdieron a sus familias para siempre firmaron un documento defendiendo la inocencia de Macgregor y achacando la responsabilidad a sus servicios de cartografía y a los marinos. El mayor Richardson, aún Embajador de Poyais, demandó a los periódicos por las injurias cometidas y defendió a Macgregor ante las acusaciones de fraude que recaían sobre él. Pero para entonces Macgregor no tuvo necesidad de nadie que lo defendiera. De hecho, para cuando el Ocean llegó a Inglaterra Macgregor estaba ya ausente, en otro país, bien lejos de allí.


5.
En 1825, Macgregor se reunió en París con un hombre al que había conocido en el Ejército. Se trataba del ilustre ciudadano británico Gustavus Butler Hippisley, que al igual que nuestro protagonista había estado muchos años dando tumbos por los mares de Sudamérica. Una vez más, Macgregor le contó la novela de costumbre y le propuso nombrarle Embajador de Poyais en Colombia. Por lo que le dijo, estaba en tratos con una compañía mercante para enviar colonos franceses a esta nueva tierra, pero primero necesitaba obtener el respaldo del gobierno de Francia para lograr una renuncia expresa a los derechos reclamados por España sobre dicho territorio. Obviamente todo esto era una milonga porque ni existían dichas reclamaciones, ni el país ni nada, pero Macgregor sostenía que estaba en conversaciones con el Primer Ministro del país del Armagnac para lograr algún tipo de apoyo diplomático, como el que había obtenido del mayor Richardson unos años atrás. Parece ser que al final no consiguió nada de todo esto, pero él siguió mimando el envoltorio para dotar de credibilidad a su proyecto. Sin ir más lejos, en agosto de 1825 publicó la nueva Constitución de Poyais, que ahora, como por arte de magia, ya no era un Principado sino una República, de la que él mismo era evidentemente el jefe de estado. También se puso a vender los acostumbrados Bonos del Estado y a reclutar colonos, aunque como no pudo conseguir que le reconocieran oficialmente ningún servicio consular lo hizo a través de la compañía mercante antedicha. El truco estaba en que todo nuevo colono debía convertirse en accionista de dicha compañía, aportando un mínimo de 100 francos. Todo fue bien hasta la partida del primer buque desde Normandía, momento en que las autoridades portuarias sospecharon que podía haber gato encerrado cuando comprobaron que muchas personas habían obtenido simultáneamente pasaportes para viajar a un país cuya existencia ni siquiera estaba registrada en sus archivos. Cuando los colonos fueron informados de esto, solicitaron que se investigara el asunto para prevenir posibles disgustos cuando llegaran a su destino. Total, que se descubrió todo el pastel, y Macgregor, Hippisley y su secretario Thomas Irving fueron convenientemente arrestados y enchironados. Por su parte, el respetable Monsieur Lehuby, director de la compañía mercantil, huyó a Bélgica en cuanto se olió la tostada.


En abril de 1826, los tribunales franceses comenzaron el juicio sobre el fraude de los emigrantes de Poyais contra Macgregor, Hippisley, Irving y Lehuby, este último "in absentia". Ni qué decir tiene que los tres acusados presentes procedieron inmediatamente a echarle la culpa de todo a Lehuby, que era el único que no estaba. Afirmaron que ellos en realidad no sabían nada, y que habían sido víctimas de un burdo engaño organizado por el susodicho, prueba de lo cual era el hecho de que hubiera tenido tiempo para huir del país. Sin embargo, justo antes de que recayera la sentencia, les llegó la notificación de que Lehuby había sido arrestado en Bélgica, y se volvió a montar el pifostio, porque como es lógico éste lo negó todo y acusó a Macgregor de ser un timador y un mafias. La cosa se alargó hasta julio, y por asombroso que parezca, resultaron todos condenados excepto Macgregor, que fue el único que se libró. Incomprensiblemente, el juez consideró que no había suficientes pruebas para inculparle por el asunto, a pesar de que había sido él el inventor de toda aquella movida de Poyais y de la colonización de las costas de Centroamérica. Eso sí, el juez le obligó a abandonar el país, puede que por no ser ciudadano nacionalizado, y Macgregor regresó a la pérfida Albion, donde para entonces el escándalo de Poyais era ya poco más que una noticia de prensa de hace años olvidada por prácticamente todo el mundo.

Una vez en Londres, volvió a la carga abriendo una nueva oficina en la City, esta vez sin contactos diplomáticos y a mucha menor escala, para no llamar la atención de los antiguos afectados. Vendió de nuevo sus ya clásicos bonos del estado, aunque esta vez se limitó a eso y no organizó ninguna emigración colonial como en ocasiones anteriores. Ahora Macgregor afirmaba que los nativos de Poyais lo habían escogido a él como jefe de estado, otorgándole el título de Cacique de Poyais. Sin embargo, parece que esta vez la cosa no marchó del todo bien, porque se empezó a correr el rumor de que aquello era un fraude y se aconsejaba a los inversores no meterse en semejante cosa. Macgregor tuvo que acabar vendiendo todos los bonos sobrantes a una sociedad de especuladores por una miseria, y aunque sacó beneficio fue una cantidad ridícula en comparación con sus logros del pasado.


Durante la década que siguió a estos acontecimientos, Macgregor vivió siempre de pequeños timos y estafas relacionados con su país imaginario, sacando el dinero justo para ir tirando sin muchos lujos. Lo mismo vendía terrenos con certificados falsos, que emitía acciones, que vendía participaciones en hipotéticos proyectos de regeneración social en aquellos parajes ficticios. Aquello era lo más parecido a un sistema piramidal o trapezoidal de esos que están de moda ahora, porque Macgregor conseguía pagar los intereses de sus inversores con el dinero que invertían los nuevos ilusos. Esto aguantó hasta que llegaron las vacas flacas y Macgregor no tenía dinero para pagar a sus inversores, por lo que empezó a pagarles con más certificados de terrenos en Poyais. Finalmente, en 1839, ahogado por las deudas, Macgregor tuvo que acabar huyendo a Venezuela, donde solicitó y recibió asilo político y una pensión vitalicia, por haber luchado en el pasado a favor de la independencia del país. Allí se dedicó durante años al cultivo del gusano de seda (no es coña) hasta que se quedó ciego. Murió en 1845.

Lo fascinante de la historia de Macgregor es que logró vivir del cuento durante apróximadamente un cuarto de siglo y no fue condenado ni una sola vez por sus chanchullos. Fue uno de esos personajes de leyenda que vivió de flor en flor, saltando de país en país y haciendo cosas distintas, siempre con rango de líder, ya fuera como general, altos rangos militares, o directamente cargos públicos inventados, como cuando fue el jefe de estado de la isla que gobernó durante unos meses. Tal vez él quisiera a toda costa ser gobernante o autoridad en alguna nación y región, y ante la imposibilidad de lograrlo se dedicara a inventarse sus propias naciones a su gusto, siempre con él como máxima autoridad. Tal vez la clave estuviera ahí: en que era imposible no confiar en alguien que prácticamente se creía a pies juntillas sus propias invenciones. Poyais, el reino que nunca existió, fue durante años más real a efectos administrativos que muchos otros países auténticos. Todos los pormenores del timo, detallados con minuciosidad, pueden leerse en el libro del periodista David Sinclair "The Land that Never was", cuyo primer capítulo pueden ustedes leer aquí, y cuyo autor nos desvela algunas de las claves de esta estafa a gran escala aquí. En plena época de los timos de la multipropiedad, de la venta de viviendas de veraneo que luego no existen, de las tiendas falsas por Internet y de similares quimeras del consumismo, el caso de Macgregor sienta un significativo precedente decimonónico que nos convence de que estas cosas no forman parte de ninguna sociedad en concreto sino de la esencia del ser humano. Todo es cuestión de contarle al personal con elocuencia aquello que en su interior desea creer.


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Tuesday, June 26, 2007

GRANDES MAESTROS DEL TIMO Y DEL EMBUSTE


4. GREGOR MACGREGOR Y SU ÍNSULA BARATARIA (1/2)

1.
La realidad nos demuestra que, a la hora de invertir, da un poco igual que aquello en lo que se invierte sea o no una realidad tangible. La gente invierte en acciones, bonos, fondos de inversión, y otra serie de cosas que quienes no estamos muy metidos en esto de la economía y las finanzas no acertamos a saber muy bien ni lo que son. Si es que son realmente algo más que un mero concepto abstracto. Ni siquiera sabemos si el dinero que ganamos existe de verdad: simplemente son números digitales que cambian en tu pantalla, como si fueran los puntos de una partida de un videojuego. En otras ocasiones, invertimos en cosas que conceptualmente son tangibles, es decir, que sabemos que pueden existir y que de hecho nos consta que a nuestro alrededor existen objetos y bienes de su misma naturaleza. Pero eso no implica que el bien concreto en el que nosotros invertimos exista, y si existe, nada nos garantiza que sea exactamente como se nos ha asegurado. Y aunque lo fuera, lo cierto es que nos da un poco igual, porque las características físicas de aquello en lo que se invierte es lo de menos. Aquí la jugada es que nosotros le demos a alguien un dinero, y él a cambio nos devuelva más cantidad de dinero. Todo lo demás nos la suda.

Quizás por eso luego se dan casos como los timos de la multipropiedad o las viviendas esas que uno compra en Bucarest o Plovdiv guiado por la promesa de que se van a revalorizar, aunque nunca jamás se moleste en ir a aquellos remotos lugares para comprobar si efectivamente está allí la casa en cuestión. O como lo de los sellos de Afinsa, un asunto absurdo en el que, a pesar del timo, los afectados siguen culpando al gobierno de su situación (¿qué más da si existen o no los sellos y las obras de arte si a mí me pagaban puntualmente?). Y tal vez por eso mismo se acaben dando también casos asombrosos como el que hoy nos ocupa, en el que un tío, con el simple poder de su imaginación, es capaz de inventarse un país inexistente como los de los tebeos de Tintín, la República de Poyais, hipotéticamente ubicado en las Indias más lejanas e inexploradas, y empezar a vender terrenos y latifundios a los próceres europeos como quien vende aire. Estamos hablando de un país que tuvo hasta Embajada propia en Londres, y que tuvo como cargos públicos a diversas personas de renombre que jamás pisarían el suelo de esta nación ficticia, pero que confiarían plenamente en su existencia y en su condición de territorio en vías de desarrollo, incluso después de que se descubriera todo el pastel. Igual que quien se compra su pisito en Bulgaria o su óleo de Modigliani. Vamos, pero igualito igualito.


2.
Detallar los pormenores biográficos de Gregor Macgregor en época anterior al timo que nos ocupa no deja de ser un acto de fe más que una labor de investigación. Mayormente porque teniendo en cuenta que parte de su pasado se desconoce y que el resto se lo inventó él a voluntad, pues podría ser que todo lo que contamos aquí fuera una versión totalmente falsa ideada por el propio Macgregor a modo de auto-hagiografia. Se sabe, eso sí, que era escocés, y que nació en Edimburgo el día de Nochebuena de 1786. Hijo de militares, no es de extrañar que sus pasos le llevaran hasta la Royal Navy, cuerpo en el que se alistó en 1803. Se sabe también que en 1805 contrajo matrimonio con una tal Marie Bowater, que falleció poco después, y que posteriormente luchó en las filas del ejército portugués y del español, aunque no se sabe muy bien con qué propósito (él afirmaba que había combatido a las tropas de Napoleón en la Guerra de la Independencia, aunque este dato no parece muy fiable). También se sabe que luchó en los conflictos independentistas en los que estaban sumidas por aquel entonces nuestras colonias de Sudamérica: Venezuela, Chile, Colombia... Y más adelante también lideró una especie de ejército propio de carácter apátrida que tomó al asalto la ignota Isla de Amelia, sita en las costas de Florida, y la gobernó durante unos meses a modo de jefe de estado (a los cuatro nativos y las cuatro cabras que habitaran allí, se entiende), con bandera propia y la hostia, hasta que llegó el ejército español y lo mandó a tomar por culo a mosquetazos. Este último episodio de su vida es probablemente el más absurdo de todos: si consultamos la historia de esta isla en su página web oficial, veremos que durante los años del colonialismo allí entraba y salía la gente poniendo y quitando su bandera sin ton ni son. La isla fue española, inglesa, francesa y mejicana, así como independiente durante unos años. Posteriormente llegarían los confederados, y hoy en día hace ya años que ondea allí la bandera estadounidense. El breve período de permanencia de Macgregor y su semi-ejército en la isla se menciona a modo anecdótico describiendo al susodicho como "un soldado de fortuna escocés", que al parecer se presentó allí en 1817 con 55 hombres y echó a tiros a los cuatro hispanos que estarían allí vigilando el terreno con toda la calor. A continuación colocó la Bandera de la Cruz Verde, inventada por él, y afirmó que la isla pertenecía ahora a dicha confederación imaginaria.

Esta idea de haber sido el Rey de una tierra baldía, como Robinson Crusoe, podría haber sido lo que acabó influyéndole para forjarse una historia falsa de conquistas a su llegada a Inglaterra. Macgregor fue poco más que un Sancho Panza gobernando una Insula Barataria, una especie de bucanero que iba a su puta bola por los mares del Caribe saqueando lo que podía. Sin embargo, en los archivos de nuestros hermanos del continente americano se le tiene como un ilustre general inglés que contribuyó a derrotar a los pérfidos españoles. Los venezolanos, que fueron quienes lo acogieron cuando tuvo que huir de Europa por timador de los gordos, nos dan la imagen de Macgregor como un libertador independentista que expulsó a los invasores de Venezuela, Nueva Granada, Haiti, y que hasta fue colaborador cercano del mismísimo Simón Bolívar, mientras que sus posteriores timos de la estampita vendiendo terrenos ficticios los describe como un mero episodio pasajero de su vida sin mayor importancia del que además tampoco se sabe mucho si fue culpable o no. Vamos, que para las culturas del otro lado del océano, Macgregor era poco menos que un Halcón de los Mares, un capitán intrépido que podría interpretar Errol Flynn, mientras que para los británicos y franceses era más bien un aristócrata wannabe de oscuro pasado que se dedicaba sobre todo al hurto y a los turbios chanchullos. Pero bueno, ya se sabe, para qué publicar la verdad cuando puedes publicar la leyenda.


3.
En 1820, tras todos sus años de aventuras por los mares, Macgregor regresó a Londres y se puso a contarle a todo el mundo que allá en las Américas había sido nombrado príncipe del Principado de Poyais, una nación independiente situada en la Bahía de Honduras, en lo que se conoce popularmente como la Costa de los Mosquitos (que en contra de lo que mucha gente cree, no se llama así por la abundancia de bichurrios voladores, aunque también los haya, sino por ser la patria de la minoría étnica de los Misquitos, un pueblo indígena que habitaba en su día por aquellos andurriales). Según afirmaba, el rey nativo de esta región, el desconocido George Frederic Augustus I, le había regalado un territorio de unos 32.000 km. cuadrados de tierra fértil y abundante en recursos, como recompensa por el apoyo brindado en la derrota de los españoles. El terreno incluía en el pack unos cuantos indígenas de regalo que Macgregor y sus colonos británicos podrían usar a modo de currelas semi-esclavizados para labrar sus tierras y recolectar el café, el tabaco, o lo que coño fuera que brotara en aquellas tierras en la mente de Macgregor, que habría instaurado en el lugar un régimen democrático acorde con los principios europeos, y hasta habría fundado el ejército y los servicios civiles de Poyais. Un chiringuito muy bien montado que suponía una tierra de oportunidades para todo británico que quisiera emigrar allí y establecerse entre los colonos. La oferta que Macgregor les presentaba a los ingleses era muy tentadora, dado que en aquella época las colonias españolas se estaban independizando y los británicos estaban ansiosos por introducirse en el mercado hispanoamericano que hasta el momento había estado monopolizado por los españoles. Además, las comunicaciones transoceánicas de la época no eran precisamente como las que tenemos hoy en día, por lo que todo lo que se sabía del lejano continente americano se reducía a lo que contaban que habían visto los marinos y caciques que venían de aquellos parajes, a lo cual se daba total crédito, aunque sólo fuera por ser la única fuente fidedigna de información.

En estas circunstancias, no es de extrañar que la propuesta de Macgregor sonara de lo más interesante entre plutócratas y gobernantes, ni que el mismísimo alcalde de Londres celebrara recepciones oficiales en su honor para entablar relaciones diplomáticas con el mandatario de una tierra por explotar. En estos eventos de la alta sociedad, Macgregor se dedicaba a contar batallitas sobre sus heroicidades en las Américas, normalmente adornándolas todas con detalles falsos, cuando no directamente inventándoselas sobre la marcha: que si había luchado junto a Francisco de Miranda o Simón Bolívar, que si procedía del linaje del Clan Macgregor, y que hasta descendía directamente del mítico Rob Roy Macgregor. Como es lógico, estos antecedentes tan ilustres le granjearon la amistad de múltiples personas influyentes, como la del mayor William John Richardson, al que Macgregor nombró en 1821 nada menos que Embajador de Poyais en Gran Bretaña. Como agradecimiento a tan generoso gesto, Richardson le cedió a Macgregor su mansión de Oak Hall en Downgate Hill, en plena City londinense, así como muchos de sus sirvientes, para que pudiera vivir en una casa digna de un príncipe. En Oak Hall Macgregor instaló las dependencias administrativas oficiales de Poyais y organizó todo tipo de banquetes y reuniones sociales a las que convidaba a dignatarios de alta alcurnia, tales como embajadores extranjeros, ministros y altos mandos del Ejército Británico. No contento con el garito que le pusieron en Londres, Macgregor abrió también oficinas consulares en Glasgow y Edimburgo, bajo el pretexto de que pretendía reclutar a la mayor parte de sus nuevos colonos en Escocia, para compensar de alguna manera a sus compatriotas por la pérdida de la colonia panameña, en cuyo fallido intento de conquista habría participado, siempre según su versión, un ancestro del clan Macgregor al que nuestro protagonista supuestamente pertenecía.


Total, que el tío se montó un chiringuito a nivel nacional por toda la isla con la inventada esta del Poyais, que era una tierra que no existía por ninguna parte. En aquellos primeros días, todo el cometido de estas oficinas consistía en vender tierras, por un lado, y participaciones por otro. Las primeras las vendía a 4 chelines el acre, lo cual, teniendo en cuenta que por aquel entonces el sueldo medio de un obrero era de una libra semanal aproximadamente, resultaba indescriptiblemente barato. No es de extrañar por lo tanto que muchos escoceses con ansias de conquista mordieran el anzuelo y apuntaran a sus familias como voluntarias para iniciar una nueva vida en la tierra prometida. Respecto a las participaciones, pues eran otro producto ya para inversores de mayor fortuna: se vendían a 100 libras cada bono, sobre un total de 2000 bonos del estado. Puede que muchos os preguntéis cómo es posible que gente tan acaudalada como para aflojar 100 pounds de la época no se molestara en ver y examinar realmente la mercancía antes de comprarla, pero lo cierto es que en aquella época en la que las colonias eran poco más que territorios remotos como de leyenda nadie creía que eso se pudiera saber. Era un poco como las compras por Internet, si ves que la web se actualiza y viste bien y parece fiable, pues te fías y metes ahí tu tarjeta de crédito y tus datos.

Y sin duda, el teatrillo de Macgregor estaba muy bien vestido y presentaba un envoltorio muy poco sospechoso, avalado por autoridades gubernamentales. Incluso llegó a publicar una Guía Oficial de Poyais de 350 páginas, escrita por un tal Capitán Thomas Strangeways (burdo seudónimo del propio Macgregor, obviamente), en la que se describían con pelos y señales la historia, cultura, geografía, recursos naturales y proyectos económicos del país, y que estaba disponible en sus oficinas a modo de fuente informativa para los interesados. En la Guía lógicamente se hacía hincapié en el enorme potencial de riqueza por explotar que yacía en el país, y se definía Poyais como un país esencialmente anglófilo con infraestructuras suficientes para la vida social, con minas y yacimientos vírgenes de oro y plata, y gigantescas extensiones de suelo cultivable a la espera de alguien que se asentara allí. Por si fuera poco, Poyais también estaba totalmente libre de enfermedades tropicales, a pesar de estar en pleno Trópico y en la jungla, y contaba con una capital cosmopolita y en continua expansión, St. Joseph, ciudad teóricamente fundada por colonos ingleses en 1730.

Sobre el papel, aquello era todo un soleado paraíso tropical en el que sólo había felicidad, salud y riqueza. El problema vino, claro está, cuando los cólonos empezaron a ir físicamente a Poyais a ver aquellas presuntas tierras paradisíacas que habían comprado.


(To be continued...)

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Tuesday, June 19, 2007

PROXIMAMENTE EN SUS PANTALLAS


Parece que no tendrá que pasar mucho tiempo antes de que llegue a nuestras pantallas la nueva película de mis admirados Hermanos Coen. Lo cierto es que ando con la mosca detrás de la oreja, meditando sobre si el producto final merecerá la pena o no. Tras la euforia desatada por cada nueva obra maestra que estrenaban, de repente los hermanos de Minnesota entraron en una especie de fase en que sus películas dejaron de ser obras maestras para convertirse en simples divertimentos para pasar el rato, o directamente en cositas muy flojas. Y curiosamente este bajón coincidió con la época en que sus películas dejaron de ser guiones originales y pasaron a ser adaptaciones, encargos o remakes. Habrá quien lo justifique recurriendo al argumento metalingüístico de la cultura pop norteamericana, quien dirá que THE LADYKILLERS era una revisión de un clásico desde otra óptica, la de la cultura sureña. Que no digo yo que como idea no funcione, pero como película funciona mucho mejor la joyita original de Mackendrick, y los mejores chistes de la versión Coen eran los pre-existentes y no los nuevos. Ahora vuelven a abordar otra adaptación, literaria en este caso. Una novela de Cormac McCarthy, de cuya obra nada he leído, pero que a uno le recuerda a lo que fue su única adaptación cinematográfica, TODOS LOS CABALLOS BELLOS, aquella sinsorgada con Matt Damon y Penélope Cruz. Claro, uno se imagina a los Coen haciendo algo así y ya abandona toda esperanza. ¿Será que se les ha agotado la imaginación? Por fortuna, parece que la que nos viene ahora poco tiene que ver con la de Penélope y los caballos, y bastante más con FARGO o SANGRE FÁCIL. El trailer recuerda a una de esas películas tan genuinamente Coen ambientadas en algún pueblo pequeño de la América profunda, con personajes extremos, climas simbólicos, y tramas que crecen más y más y se desenredan a partir de algún pequeño incidente aislado. Veremos si hay suerte:



Otro que tras un largo silencio vuelve a tener película por estrenar es Paul Thomas Anderson, y esta ya sí que es de lo más intrigante. Al igual que en el caso de los Coen, tenemos a un autor que abandona los guiones originales que hasta ahora han sido la mejor baza de sus películas y se pasa a los adaptados. El proyecto es una novela de Upton Sinclair. Aquí ya no hay historias corales ambientadas en Los Angeles, sino un tipo de cine más introspectivo, más oscuro, al menos a juzgar por el trailer, que es una cosa rarísima con una especie de voz en off de un Daniel Day Lewis entre tinieblas, un poco a la manera del Coronel Kurtz. La cosa va de los inicios del negocio del petroleo a finales del siglo XIX, en pleno oeste americano. Pioneros del sueño americano, la construcción del ferrocarril, la esencia virgen de la naturaleza y cosas así. Da la impresión de que las referencias a la narrativa tipo Raymond Carver desaparecen para dar paso a una especie de estilo Terrence Malick o así (aunque las secuencias de los pozos de petroleo a mí me recuerdan a HASTA QUE LLEGÓ SU HORA, pero bueno). Una vez más, quedamos pendientes de lo que pueda suceder:



Hasta aquí la sección de hoy sobre hipotéticas cult-movies del futuro. A las del pasado seguiremos dándoles caña en la sección habitual, por supuesto.

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Friday, June 15, 2007

PELÍCULAS INCREÍBLEMENTE EXTRAÑAS


9. WINSTANLEY (1975)
Entre las últimas películas que voy descubriendo está esta cosa rara, obra de uno de esos directores malditos que hacen una película por década en la que se dejan hasta el alma y luego guardan silencio para siempre. Para ser exactos, la obra cinematográfica del británico Kevin Brownlow se reduce a dos únicos largometrajes, ambos con nulo reconocimiento de público y muy escasa proyección comercial. El primero de ellos, IT HAPPENED HERE, es una especie de ucronía totalitaria ambientada en la Segunda Guerra Mundial, en un escenario en el que los nazis han invadido Gran Bretaña. Todo rodado con minuciosa exactitud en lo que a uniformes alemanes, insignias y parafernalia bélica se refiere, con ejércitos de soldados y double-deckers con esvásticas y propaganda alemana paseándose por el centro de Londres. Brownlow la rodó con tan sólo 19 años. Su siguiente película, esta que nos ocupa, llegó 12 años más tarde, después de que Brownlow invirtiera ocho años de su vida en completarla. El resto de la carrera profesional de Brownlow consiste básicamente en documentales para televisión sobre la historia del cine, y en colaboraciones con filmotecas y archivos varios para restaurar obras perdidas o deterioradas del cine mudo, como el NAPOLEON de Abel Gance. También ha escrito libros sobre la historia del cine mudo, asunto en el que se le considera una autoridad. Pero vamos, películas, lo que es películas, dos.

Como ya imaginaréis, Brownlow no es precisamente un cineasta con mucha perspectiva de mercado. De hecho, cuando dirigía era el típico veinteañero británico imberbe y de rostro aniñado, gafas de culo de vaso y vestuario de alumno aventajado de colegio de pago, siempre con traje, corbata y abrigo, y cuyas aficiones se limitaban al cine mudo y a cosas de personas no precisamente muy sociables, como coleccionar parafernalia de uniformes bélicos alemanes y leer libros sobre la historia de Inglaterra. Vamos, que el hombre no era precisamente el alma de la fiesta. Su amigo y perpetuo colaborador en el cine, Andrew Mollo, pues tres cuartos de lo mismo, pero cambiando la estética "british nerd" por un estilo más hippy y acorde con la época de los Beatles, desgreñado, con barbas y con camisa de leñador. Supongo que les dio por el cine como podía haberles dado por observar trenes o por catalogar minerales. Pero a la postre han acabado forjándose una reputación a la que pudo tener Kubrick o Terrence Malick, es decir, la del artista que se vuelca por completo en la creación de su obra con un nivel de minuciosidad extremo, invirtiendo muchísimo tiempo, recursos y disgustos personales y familiares en recrear históricamente algún evento social cuidando hasta el más mínimo detalle de la exactitud histórica, controlando personalmente cada detalle y cada tarea de la producción. Y por supuesto labrándose una trayectoria que casi ni es trayectoria ni nada, como mucho una autoría de auténticos "films isla". Con la diferencia de que mientras las películas de Kubrick o Malick fueron distribuidas por majors americanas y están presentes en el recuerdo de todos los aficionados, las de Brownlow no las conoce ni Dios. A mí me recuerda un poco a su compatriota Peter Watkins (quién por cierto colaboró por el morro en algunas escenas de WINSTANLEY), pero él se compara nada menos que con su idolatrado Erich Von Stroheim, por la naturaleza obsesiva que les domina a ambos durante la creación de sus obras. Sin embargo, mientras que Stroheim se rodeó de un aura inventada de aristocracia, riqueza y rango social, Brownlow rodó sus films con presupuestos irrisorios y con la ayuda de aficionados, semi-becarios, actores amateurs, su mujer y demás amigos y familiares, todo ello a salto de mata y totalmente "guerrilla style", que se dice. Vamos, que no era precisamente un gurú que acometiera proyectos faraónicos, sino más bien un tío sin medios ni vida social que rodó sus películas en Inglaterra invirtiendo en ellas todo lo que tenía sin más ambición que la del puro arte pajero.


Si ya la premisa de IT HAPPENED HERE no era precisamente un reclamo comercial, la de WINSTANLEY ya es directamente carne de filmoteca o de sala de arte y ensayo. Aquí la cosa está ambientada en la campiña de St. George's Hill, en el condado de Surrey, en el siglo XVII. La Inglaterra inmediatamente posterior a la Guerra Civil, con harapientos campesinos muertos de hambre, terratenientes a caballo, curas presbiterianos, y todo ello en blanco y negro, con constantes silencios, soliloquios y voces en off recitando fragmentos de doctrinas religiosas de la época, y con lluvia, barro y frío. O sea, el colmo del jolgorio, el dinamismo y la diversión, vamos. La historia nos presenta a los llamados Diggers, secta cristiana liderada por el iluminado Gerard Winstanley, y cuya importancia histórica consiste en ser precisamente la primera comuna hippy de la historia, los primeros en interpretar las Sagradas Escrituras como una incitación al socialismo y a compartir entre todos los humanos la tierra que la Madre Naturaleza nos ha brindado. Los escritos de Winstanley reinterpretaban el mensaje de Dios abogando por la vida en comunidad y por la idea de que el producto de la tierra es para quien la trabaja. Bajo estos preceptos, Winstanley pretendía devolver a los pobres de Gran Bretaña su derecho a la tierra que les había sido arrebatado por Oliver Cromwell y su política clasista. Los Diggers se construyeron chabolas y establecieron esta especie de proto-comunas en tierra común, cuyo uso era público para el pastoreo pero que no podía ser usada para la agricultura. Eran comunidades pacíficas que se dedicaban a vivir a su bola apartados del mundanal ruido, pero a los nobles, párrocos y propietarios de los terrenos no les hacía ni puta gracia tener ahí a una caravana de piojosos viviendo en sus tierras, por lo que empiezan a presionarlos para echarlos a la puta calle. Al principio mediante el diálogo y el trato de cortesía, luego mediante amenazas y trabas varias a su actividad agrícola habitual, luego emprendiendo acciones legales y judiciales, y finalmente quemándoles las casas y destruyendo sus campamentos y plantaciones a lo basto para ver si se piraban de una puta vez. La película avanza a trompicones subrayando la creciente tensión y la enemistad entre los propietarios de los terrenos y los inquilinos comunistas, ambos clamando a la justicia de Dios, y a los derechos inherentes a las personas nacidas en tierra británica, por mucho que carezcan de propiedades, tierras, villas y ganado.

En este sentido, es curioso que siempre se considere que los Diggers fueron la primera revolución socialista de la historia. En los años en los que se gestó esta película el comunismo era otra cosa bien distinta, algo más relativo a la crisis de los misiles de Cuba y las hordas de chinos enfervorecidos por su devoción al Libro Rojo de Mao. Algo más de masas obreras, y muy poco individualista. La iniciativa que refleja WINSTANLEY es mucho más propia de su época, algo llevado a cabo por espíritus libres que viven al margen del sistema según su propio código moral. Tenía mucho más que ver con los ocupas, las comunas hippies, la comunión con la naturaleza, la paz, el amor libre o el libre albedrío que con las tesis estalinistas (aunque como la película tardó ocho años en completarse, pues su contenido acabó siendo un poco anacrónico, pero bueno). Sin embargo, tampoco parece que la peli tenga un mensaje claro o que se posicione a favor o en contra de los Diggers. Los muestra en todo momento como personas pacíficas que pretenden vivir de su trabajo sin perturbar a nadie. La violencia llega si acaso por parte de los dueños de la finca y de la Iglesia, que son los únicos que se toman la justicia por su mano con antorchas y lanzas. Pero a pesar de ello, los propios Diggers flaquean en sus convicciones, y en cuanto llegan el invierno, el hambre y el frío no dudan en recurrir al robo de ganado para poder alimentar a sus familias, saltándose a la torera los diez mandamientos y las enseñanzas de Winstanley. Esto evidentemente divide al grupo, enfrenta a unos Diggers con otros, y acaba conduciendo al fracaso el proceso revolucionario activado por Winstanley. Es como si Brownlow presentara la comuna de Winstanley como un proyecto utópico que nunca llegó a buen puerto. Como si nos dijera que en el fondo, todas las revoluciones están condenadas al fracaso, porque el ser humano es esencialmente egoísta y violento, y se comporta como un depredador en cuanto tiene hambre, o en cuanto alguien viene a tratar de quitarle su sustento. El hombre como lobo para el hombre.


Por lo demás, la película se preocupa bastante más por ser históricamente precisa que por provocar emociones en el espectador. Es una película histórica, no dramática, y es más cercana a Bergman o a Dreyer que al cine histórico convencional. Lo cual contribuye a que se haga aburrida, claro, y eso que sólo dura 92 minutos, pero es que el tono de la peli es totalmente neutro y apenas varía a lo largo del metraje. No hay set pieces memorables, no hay climax alguno, no hay ninguna escena concreta que destaque sobre otra. Es todo igual, todo muy austero, rodado en escenarios naturales poco o nada espectaculares: estancias de piedra prácticamente vacías, enormes y frías; tierras planas y caminos llenos de barro y lluvia, todo nublado y con viento. No digo que no sea la ambientación que la película necesita, probablemente los hechos sucedieron tal cual en lugares así, y además el contexto tiene una clara intención simbólica respecto a la sociedad que retrata, esa sociedad de posguerra llena de mugre, pobreza, desengaño e incomunicación en la que las promesas que Cromwell pretendía hacer realidad no se habían cumplido después de todo, dando a los ingleses la sensación de que habían luchado en la guerra para nada. Pero es que Brownlow tampoco se esfuerza por darle a la cosa un tono más cinematográfico, es como si para él su obra fuera una maqueta con la que recrear este evento histórico sin importarle lo que le sugiera al espectador. La música está escogida en función del tema revolucionario, no en función de la estética del film. Los actores están escogidos según el método de Passolini o Leone, es decir, más por la expresividad de sus rostros que por su profesionalidad como intérpretes (bueno, de hecho salvo Jerome Willis los actores eran todos amateurs, cuando no familiares y amigos, o auténticos ocupas, hippies y mendigos sacados de la calle).

La única edición que existe en DVD, que yo sepa, de esta pieza de galería es la norteamericana del sello Milestone (sello repleto de tesoros por descubrir). Está remasterizada a partir de la copia original en 35 mm., que suponemos que ya de entrada no estaría precisamente en un estado envidiable. La calidad de imágen no es que sea la hostia, pero es lo que uno esperaría de cualquier película rodada en plan salvaje sin un duro. Tampoco sé cómo grabaría Brownlow el sonido, pero en el DVD los diálogos a veces se pierden entre el ruido de fondo y los efectos de sonido, no sé muy bien si porque la mezcla es una mierda o porque ya de base la calidad sonora dejaba que desear. En cualquier caso, se trata probablemente de lo mejor que podía sacarse de un film tan olvidado como éste. Respecto a los extras, sólo hay uno, pero vale por todos los que no hay: se trata de un interesantísimo documental realizado en la época, probablemente para la televisión británica. Dura 50 minutos y nos sumerge en la situación del cine británico en los años 70, en la profunda crisis de los estudios como Pinewood o Bray, y en cómo en mitad de aquel dramático contexto el cine de Brownlow no pareció verse afectado por la falta de financiación de las majors. Él rodó su película con una subvención irrisoria del British Film Institute, que suponemos se justificaría en virtud de los valores educativos de la obra, que enseñaba una parte importante de la historia de Inglaterra. La mayoría de las escenas las rodó en mitad del campo, sin decorados ni nada, y en unos terrenos que eran propiedad del padre de su socio Andrew Mollo. El equipo estaba formado por estudiantes de escuelas de cine, y gente que arrimaba el hombro por la patilla. El documental nos muestra bastante metraje rodado in situ durante la producción de la película, con entrevistas a Brownlow en las que revela que toda su película costó lo mismo que los títulos de crédito de la última película de James Bond. Con todo, la película no es una de las que recordarás toda tu vida, pero es una rareza oculta que desde luego nunca podrá uno ver en televisión ni en ciclos retrospectivos. Terreno exclusivo para cazadores de obras de culto y de arte y ensayo con cierto interés por el pasado británico.


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Monday, June 04, 2007

EL GOLPE DE LA LUFTHANSA (4/4)



8.
El 18 de febrero de 1979, de buena mañana, y mientras los federales apretaban las tuercas a Peter Gruenwald, unos niños que jugaban en un solar de Brooklyn en el que solían aparcar trailers, camiones y excavadoras, descubrieron el cadáver de un hombre dentro de un camión frigorífico. Estaba atado de pies y manos y, como es lógico, totalmente congelado. No llevaba ninguna identificación, pero en su bolsillo llevaba una pequeña agenda de teléfonos en la que, entre otros nombres irrelevantes, figuraba curiosamente el teléfono de un tal James Burke. Los polis enseguida vincularon el crimen al robo de la Lufthansa, aunque en aquel momento no sabían ni de quién coño se trataba, porque desde luego no era ninguno de los hombres de la banda del Robert's Lounge. La policía siguió la pista del hombre hasta que un dentista que figuraba entre los restantes contactos de su agenda telefónica identificó al sujeto como Richard Eaton. Al parecer, Eaton tenía antecedentes en Florida por delitos de falsificación y estafa. Recientemente se había asociado con un mafioso canadiense llamado Thomas Monteleone, con el que había abierto un local llamado Players' Club en Fort Lauderdale, Florida. Dado que el círculo de amistades de Monteleone no estaba compuesto precisamente por personas respetables de la élite de la sociedad, el garito no tardó en convertirse en una parroquia de gangsters y rateros varios. Dos de los clientes habituales del local resultaron ser, mira por dónde, Jimmy Burke y Paul Vario. Burke había estado allí recientemente con Henry Hill para zanjar un trato relativo a un cargamento de cocaína (viaje que aprovechó la familia Lucchrese para quitar de en medio a Tommy DeSimone), y al parecer la otra parte de este negocio resultó ser, precisamente, Richard Eaton. Respecto a cómo y por qué terminó Eaton, que era de Florida, asesinado en un descampado de Brooklyn, a 1.500 kilómetros de su casa, nadie ha podido desvelarlo todavía. Pero fue una víctima más a sumar al recuento de fiambres que se iban amontonando alrededor de Jimmy Burke.

Ni siquiera fue el único asesinato sin resolver que se vinculó intuitivamente al golpe de la Lufthansa. La policía siguió la pista de Monteleone, el socio de Eaton, para constatar unos días después que acababa de aparecer muerto en un lugar tan absurdo como Connecticut, vaya usted a saber a santo de qué. También en aquella época desaparecieron Louis Cafora, el gordo de la banda de Burke, junto con su mujer Joanna, y Theresa Ferrara, una esteticista de Long Island que al parecer había sido uno de los ligues ocasionales de Paul Vario. Esta última abandonó su trabajo una mañana para hacer un recado, después de recibir una llamada telefónica. Salió del salón de belleza dejando allí su bolso, sus llaves de casa y su dinero, puesto que pensaba volver en un cuarto de hora. Jamás regresó y nadie la volvió a ver hasta tres meses después, cuando su cadáver apareció flotando en el embarcadero, aunque tampoco hay nada que la vincule con el robo ni con Jimmy Burke. No se sabe qué fue de ella. Tampoco se sabe nada de Cafora ni de su mujer, salvo que el gordo hampón había sido citado por McDonald para declarar sobre el asunto de Lufthansa. A partir de ahí todo son especulaciones.


Allá por mayo, coincidiendo con el juicio a Louis Werner, alguien debió de empezar a ponerse nervioso por la posibilidad de que alguien insospechado que conociera los detalles pudiera testificar. Werner fue declarado culpable, pero no deja de ser curioso que testigos que ya se habían comprometido previamente a declarar en contra del acusado (como sus corredores de apuestas o su propia esposa) empezaran de repente a retractarse de sus declaraciones iniciales y a afirmar que en realidad no sabían nada, y que Werner jamás les había dicho nada sobre ningún robo. Paralelamente, los protagonistas del gran golpe cayeron básicamente todos. La noche en que el juez dictó sentencia contra Werner, los gangsters Frenchy y Joe Buddha fueron hallados muertos en los asientos delanteros de un Buick aparcado en una zona industrial de Brooklyn. Habían muerto de sendos disparos en la nuca. Se sabía que ambos eran colaboradores de Jimmy Burke, y la policía concluyó que el asesino debía conocerlos en persona, porque iba con ellos en el asiento trasero, que era desde donde les había disparado. Absurdamente el coche era de dos puertas, por lo que el tirador tuvo que pasar por encima de los cadáveres para conseguir salir del vehículo.

Unas semanas después, el 13 de junio, apareció el cuerpo de Paolo LiCastri en Brooklyn, tirado en mitad de un vertedero, sin camisa ni zapatos y con cuatro disparos de bala. Esto desconcertó a la policía, que carecía de datos sobre la posible implicación de LiCastri, igual que habían desconocido la relación de Richard Eaton con el asunto. En palabras de Steve Carbone, inspector del FBI encargado del caso: "Es un caso que sigue abierto, no acaba de cerrarse. Cada vez que parece que ha dado sus últimos coletazos, aparece algo nuevo. Es como un rompecabezas enorme, pero ahora tenemos ya casi todas las piezas y nos falta poco para resolverlo". Sobre las muertes de Frenchy y Joe Buddha, Carbone admitió en el New York Times que "nosotros podríamos haberles salvado la vida sólo con que hubieran respondido a nuestras ofertas. Tratábamos de advertirles del peligro que corrían, pero nuestros avisos cayeron en saco roto. Puede que fueran demasiado ambiciosos, o quizás simplemente estaban asustados. Siempre es una tragedia ver cómo matan a la gente delante de tus narices, pero esta vez además era frustrante para nosotros, porque eran nuestros posibles enlaces para resolver el caso, y ahora esos enlaces están rotos".


9.
De los seis hombres enmascarados que participaron en el golpe tan sólo uno quedaba vivo: Angelo Sepe. Y la prensa comenzó a lanzar soflamas hacia la policía y el FBI por su incompetencia, dado que habían permitido que la montaña de cadáveres fuera creciendo cuando sabían desde el principio que todos aquellos hombres trabajaban para Paul Vario, y que Vario estaba relacionado con la familia Lucchrese. Sin embargo, durante todos los meses que duró la investigación, ninguno de ellos efectuó ningún movimiento en falso que lo delatara ni aportó indicio alguno de dónde podría estar el dinero, y los inspectores sabían que un botín tan sustancioso no se esfumaba así como así. Tuvo que transcurrir otro año entero hasta que finalmente, en junio de 1980 el FBI asumió que jamás recuperarían el dinero de la Lufthansa. La mayor parte de las personas involucradas habían muerto, y contra los vivos parecía ya imposible que fuera a aparecer ninguna prueba incriminatoria, así que Edward McDonald decidió darse por vencido aprovechando que Henry Hill acababa de ser arrestado por tráfico de cocaína y se enfrentaba a una posible condena de 25 años de prisión.

Henry Hill sabía que casi todos los que sabían algo del golpe de la Lufthansa habían acabado con un disparo en la sesera en cuanto se había temido que pudieran irse de la lengua ante la policía. Hill no sabía en realidad gran cosa sobre el robo, y aunque lo hubiera sabido era un hombre de confianza que no tenía motivo alguno para delatar a sus amigos (al fin y al cabo a él no lo vigilaban como sospechoso). Tal vez por eso era de los pocos miembros de la banda de Jimmy Burke que seguían vivos. Sin embargo, ahora que lo habían trincado por lo de la farlopa puede que sí tuviera motivos para convertirse en un delator. Burke sabía que el FBI le ofrecería un trato a cambio de rebajarle la condena. Hill, por su parte, sabía que Burke y Vario pensarían en eso. Incluso aunque Hill optara por no delatarlos y tragarse la condena íntegra, su vida corría peligro, porque después de lo de la Lufthansa estaba claro que los de arriba no iban a andarse con miramientos. Si cabía la más mínima sospecha de que Hill pudiera delatarlos lo eliminarían, y muerto el perro se acabó la rabia. Muchos colaboradores de Vario cumplían condena en la prisión del condado, así que ni siquiera en prisión estaba a salvo. Tal y como estaban las cosas, a Hill no le quedó más remedió que aceptar la propuesta del FBI y entrar en el Programa de Protección de Testigos. La propuesta, evidentemente, consistía en convencer a Hill para que les diera algo a los federales, cualquier cosa, siempre que sirviera para encarcelar a Jimmy Burke por algún delito mínimamente grave y que Hill estuviera dispuesto a declararlo ante un tribunal. No era mucho, pero para entonces tratar de encontrar una fuente fiable que testificase sobre el asunto de la Lufthansa era una mera utopía. Sin la ayuda de Hill lo máximo que podrían hacer sería detener a Burke por violar la condicional.


Así que así fue como terminó todo. A Jimmy Burke lo juzgarían en 1981 por, atención, amañar partidos de baloncesto de la liga universitaria en Boston. Fue lo único de lo que Hill pudo aportar alguna prueba. Le cayeron 20 años, aunque en 1985, y tras la aparición de pruebas posteriores, volvieron a juzgarlo por el asesinato de Richard Eaton, cayéndole definitivamente la perpétua. A Paul Vario, por su parte, le cayeron un total de 14 años de prisión por varios delitos fiscales y por cargos de extorsión y soborno en sus tratos con varias compañías aéreas encargadas del transporte de mercancías en el aeropuerto JFK. Ambos fueron delatados por Hill y ambos morirían en prisión: Vario en 1988 y Burke en 1996, cuando contaban edades ya bastante avanzadas. Henry Hill y su mujer se trasladaron a una casa en el culo del mundo, en las montañas Pocono de Pensilvania, tal y como les prometió el FBI a cambio de su cooperación en el caso contra Jimmy Burke. Respecto al último hombre que participó en el robo de la Lufthansa y que siguió vivito y coleando, Angelo Sepe, lo encontrarían muerto el 18 de julio de 1984 en Brooklyn, víctima de un ajuste de cuentas por parte de un traficante de drogas al que al parecer había robado un dinero. Teniendo en cuenta el estado del apartamento en que vivía, y que durante los años transcurridos desde el golpe de la Lufthansa había estado entrando y saliendo de prisión por violar una y otra vez la condicional, la policía no cree que Sepe llegara a cobrar jamás ningún dinero como recompensa por su participación en el robo. Habían pasado cinco años desde la noche en que fue asaltada la terminal de la Lufthansa, y todos los que habían participado en el asalto estaban encarcelados, desaparecidos o muertos. Jamás llegó a saberse dónde terminó el dinero.


En realidad, la historia acabó desembocando en un final tremendamente simbólico digno del film noir clásico. El botín conseguido, lejos de enriquecer a sus ladrones, se acabó convirtiendo en un auténtico macguffin que arrastró al otro barrio a todos y cada uno de los hombres que lo robaron. Ni siquiera tuvieron tiempo de gastarlo ni de hacer buen uso de él. El vil metal enfrentó entre sí a los hombres de la misma banda, propició sus desconfianzas y sus enemistades, sembró de cadaveres las calles de Nueva York, y después de todas las tragedias ocurridas, nadie sabe qué fue del dinero. Lo único que sabemos es lo que sabía Henry Hill, que fue la fuente principal de información del libro que sacó a la luz la verdad: el fascinante "Wiseguy, Life in a Mafia family" de Nicholas Pileggi (1985, Simon & Schuster), que fue de donde se adaptó luego el guión de la película de Scorsese y de donde proceden todos los datos aquí expuestos. Si existe alguien que conozca lo que ocurrió en realidad y sigue vivo, es bastante probable que esa información se la lleve a la tumba. Por lo que conocemos, incluso es posible que el dinero aún esté enterrado en algún descampado de Queens o sepultado bajo un bloque de hormigón, en una cruel ironía del destino.

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Friday, June 01, 2007

EL GOLPE DE LA LUFTHANSA (3/4)



5.
Tras huir del lugar de los hechos, los seis hombres de la banda de Burke se dirigieron a Brooklyn, al taller mecánico donde debían encontrarse con éste. Allí sacaron las cajas de dinero de la furgoneta y las metieron en los maleteros de dos coches diferentes. Burke se fue al volante de uno de ellos. Otros cuatro hombres (Joe Buddha, Frenchy, Tommy y Sepe) se fueron con el otro. A Louis Cafaro lo recogió su mujer en un cadillac un par de manzanas más allá y LiCastri se fue a casa en metro. Stacks Edwards, por su parte, se llevó la furgoneta, a la que se suponía que debía cambiar las placas de matrícula y llevar después a un desguace de Nueva Jersey en el que la convertirían en chatarra.

Pese a la importancia del robo, se ve que el FBI no quiso que se supiera tan pronto, porque el New York Times no informó del mismo hasta pasados cuatro días. En la noticia se daban las cifras exactas y se describía el golpe como "el mayor robo de la historia de Estados Unidos". Ni qué decir tiene que los agentes de la ley tampoco eran idiotas y enseguida supusieron quién podría andar detrás de todo el asunto. Los nombres de Burke, Tommy, Sepe y Joe Buddha fueron los primeros que se les ocurrieron, pero claro, lo difícil era conseguir alguna prueba más o menos significativa que los incriminase, porque de lo contrario era como no tener nada. Los testigos colaboraron en la creación de un retrato robot de los dos hombres que se habían quitado las máscaras, y sus caretos (o una versión aproximada de los mismos) aparecieron en la prensa junto con una descripción de la furgoneta que habían utilizado, pero tampoco sirvió de mucho.


La policía investigó también a la empresa responsable de trasladar el dinero al Chase Manhattan Bank. Al parecer, el furgón blindado de la empresa Brinks había sido enviado allí aquella misma tarde para recoger el dinero procedente del Commerzbank de Frankfurt, por lo que aquella noche el dinero no tendría por que haber estado aún en la cámara acorazada. Pero los seguratas que conducían el furgón declararon que un supervisor de la Lufthansa les había informado de que para poder entregarles el cargamento necesitaba la firma y el visto bueno de un miembro directivo de la compañía. Uno de los guardias del furgón le contestó que ese no era el procedimiento habitual, pero el supervisor había insistido en que a partir de ahora era necesaria la firma de un superior. Tras una hora y media de espera y sin que ningún directivo hubiera aparecido por allí, los seguratas simplemente se cansaron de esperar y se piraron. El supervisor que había abortado la entrega era, evidentemente, Louis Werner.



6.
Stacks Edwards fue el primero el caer, y detrás vinieron todos los demás. Edwards cayó por inepto y por mendrugo. Por alguna razón, la furgoneta de la que debía deshacerse el día de autos fue hallada dos días más tarde por la policía. El muy cenutrio no sólo no de deshizo de ella, sino que la dejó aparcada en mitad de Brooklyn en una zona en la que estaba prohibido aparcar. Por si una furgoneta robada aparcada en zona prohibida no llamara suficientemente la atención (máxime cuando el modelo coincidía con el de la utilizada en el atraco), Edwards encima se había dejado la cartera del director de planta de la Lufthansa en la guantera, y no contento con ello, había dejado sus huellas por toda la furgoneta. Y como colofón, por si su comportamiento no hubiera sido lo bastante subóptimo, esa misma noche acudió a la fiesta de Navidad organizada por Paul Vario en el Robert's Lounge y se dedicó a bromear sobre el asunto y a vacilar a los hombres de Burke delante de todo el mundo sobre todos los millones que habían robado. Ni qué decir tiene que con tan imprudente comportamiento, lo único que consiguió fue amanecer en su domicilio de Queens con seis disparos de bala en la cabeza, por cortesía de Tommy DeSimone al parecer (en la película, la escena es bastante divertida, con Pesci diciendo aquello de "¿Pero qué haces, idiota? ¿Vas a llevarte el café?").

Marty Krugman fue el siguiente. Y no era sólo una cuestión relativa al golpe, sino a viejas rencillas personales. En otras palabras, Jimmy Burke odiaba a Krugman, estaba harto de tenerlo todo el día merodeando, tratando de caer bien a los muchachos, dándole el coñazo... Vale que el golpe de la Lufthansa había sido posible gracias a su soplo, pero tras el robo Krugman empezó a comportarse de forma ingenua, alardeando del medio millón de dólares que iba a sacar como tajada, y descuidando cualquier intento de ser discreto en aquellos días en los que los clientes del Robert's Lounge estaban en el punto de mira de las investigaciones policiales y federales. Henry Hill lo describe así: "Marty iba a ser el siguiente, estaba claro, le estaba tocando los huevos a Jimmy. Hasta a mí me estaba tocando los huevos. Venía llorando diciendo que necesitaba el dinero para pagar a los prestamistas. Quería saber por qué tenía que seguir pagándoles la comisión por sus negocios cada semana, ahora que eran socios. Yo le dije que se tranquilizara, le aseguré que cobraría el dinero, pero Marty se negaba a pagar la comisión. El caso es que estábamos ya en enero y el tío andaba revoloteando por el Robert's Lounge todo el santo día. Era imposible librarse de él, la cosa cada vez iba a peor. Estaba en el lugar más inoportuno en aquel momento, porque para entonces había una vigilancia constante alrededor de todo el mundo. Había coches aparcados a una manzana del bar durante todo el día. Los federales estaban a la vuelta de la esquina. La presión era cada vez mayor, pero a Marty le daba igual, él seguía viniendo". A fecha de hoy, aún no está muy claro quién ni cuándo mató a Marty Krugman. Tal vez acabara en el fondo del río Hudson o en el triturador de un camión de basura, quién sabe. En lo concerniente a los archivos policiales, simplemente figuraría eternamente como "desaparecido". Henry Hill y su mujer, que tenían bastante amistad con los Krugman, estuvieron un tiempo recibiendo llamadas de la mujer de Marty rogando que le dijeran algo sobre el paradero de su marido, pero Hill tampoco sabía nada con seguridad. Según sus palabras: "Estar en el Robert's Lounge era estar continuamente con la poli a tus espaldas, así que todo el mundo se estaba largando. Vinnie Asaro abrió un garito nuevo en Rockaway Boulevard, así que fui allí y vi el coche de Jimmy aparcado en la puerta. Entré y le conté que Fran Krugman acababa de llamarme. Jimmy estaba allí sentado, al lado de Vinnie, y me dijo: 'se ha ido'. Así tal cual. Yo lo miré y asentí con la cabeza. Y él me dijo: 'recoge a tu mujer y ve luego a su casa. Cuéntale que es posible que esté con alguna de sus novias, invéntate alguna historia".


Tampoco el cuerpo de Tommy DeSimone apareció jamás. Al igual que en la peli de Scorsese, alguien aprovechó la ausencia de Hill y Burke, que estaban en Florida cerrando un trato relativo a un cargamento de farlopa, y decidió hacerle a Tommy miembro de honor de la familia Lucchese. Todo ocurrió en ausencia de sus amigos. Hill narra cómo, al igual que en la peli, averiguó lo ocurrido cuando vio a Jimmy Burke llamar por teléfono desde Florida y salir de la cabina con los ojos llenos de lágrimas. Hill cree que en el caso de Tommy no tuvo nada que ver con lo de la Lufthansa, que los de arriba se lo cargaron por compromiso, para evitar una guerra con la familia Gambino, puesto que al parecer Tommy se había cargado sin motivo a uno de sus miembros, un tal Billy Batts. ¿Recordáis la escena del limpiabotas en la peli? Pues ese era Billy Batts, el personaje interpretado por Frank Vincent, que acaba muerto en el maletero de un coche mientras Jimmy, Tommy y Hill cenan espagueti en casa de la madre de Tommy. El caso es que fuera o no por ese motivo, Tommy DeSimone pasó a ser historia sin que nunca se encontrara su cadáver.

7.
Si alguien hubiese rodado una película policíaca sobre las conspiraciones ocultas tras el robo de la Lufthansa, es posible que Kevin Costner o Harrison Ford hubiesen encarnado al hombre que estuvo husmeando detrás del asunto durante años. Su nombre era Edward A. McDonald, ayudante del Fiscal de los Estados Unidos, o el que coño sea el cargo judicial equivalente a estos que tienen al otro lado del Atlántico. Según McDonald, nunca hubo ningún misterio sobre quién había cometido el atraco. Tenían soplones de la familia Colombo que habían delatado a Burke y a los suyos al de pocas horas de cometerse el robo, y los testigos, tras ver las fotografías oportunas, confirmaron las identidades de Tommy y de Angelo Sepe como los hombres que se habían quitado las máscaras. Vamos, que no había mucho que investigar. La incógnita estaba, como podréis suponer, no en los culpables, sino en dónde coño estaba el dinero. El FBI autorizó a McDonald a poner escuchas en las casas de los sospechosos y localizadores en sus coches. Muchos de aquellos hombres estaban en aquel momento en libertad condicional (Burke, Sepe, Joe Buddha), podrían haberlos trincado en cualquier instante por cualquiera de las múltiples violaciones de la condicional que cometían día sí y día también: posesión ilegal de armas, convivencia con otros delincuentes, viajes fuera del Estado... Pero era obvio que aquello no iba a ayudarles a encontrar el dinero. Era mejor dejarles que se confiaran, a ver si acababan encontrando alguna pista sobre el paradero del botín. Al fin y al cabo, 5 millones de dólares no desaparecen así como así, alguno acabaría cometiendo algún derroche imprudente tarde o temprano.


Sin embargo, cuando empezó a desaparecer la gente, McDonald se empezó a poner nervioso y optó por arrestar a sus sospechosos directamente antes de que también "desaparecieran". Arrestaron a Sepe y a Burke por cargos menores, y por realizar no sé qué coño de trapicheos para Paul Vario, pero el juez no tardaba en desestimar los cargos por falta de pruebas y enseguida estaban otra vez en la calle. En los interrogatorios, ninguno soltaba prenda. Al fin y al cabo, eran hombres acostumbrados a pasar noches en prisión y se sabían los trucos sucios usados para estas cosas. No eran fácilmente impresionables, así que el FBI decidió cambiar de estrategia e ir a por Louis Werner y Peter Gruenwald, que quizás por ser simples empleados del aeropuerto sin grandes contactos en el mundo del hampa eran presas más fáciles. La estrategia dio resultado, aunque tampoco esto consiguió llevarles hasta el dinero de la Lufthansa. Werner declaró que no sabía nada del asunto y que no había recibido ningún dinero de la mafia, a pesar de que sospechosamente acababa de comprarse una furgoneta nueva cuando antes debía dinero hasta al apuntador. Dijo que su boyante situación económica se debía a que había tenido un afortunado golpe de suerte en las apuestas. En cambio a Gruenwald, que era el más pringao de todos porque ni siquiera había participado en el plan, le bastó una noche a la sombra en la prisión del condado de Nassau para decidirse a hablar. Gruenwald les confesó a los agentes todo lo que sabía, que no era mucho. Sabía que Werner había organizado el robo, que había pasado información a uno de sus acreedores sobre los sistemas de seguridad de la terminal, y que su contacto se había puesto en contacto con los hombres que cometerían el robo, reservando para Werner una comisión. Esto sirvió para enchironar definitivamente a Louis Werner, que hasta hoy ha sido el único inculpado por el atraco, mientras que Gruenwald fue puesto en libertad sin cargos. Claro que ni Werner ni Gruenwald sabían dónde estaba el dinero ni quién había cometido el robo, y el único contacto de Werner, que era Marty Krugman, había desaparecido.

(To be continued...)

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Wednesday, May 30, 2007

PELÍCULAS INCREÍBLEMENTE EXTRAÑAS



8. 2000 MANÍACOS (1964)
Bucear en la filmografía de Herschell Gordon Lewis es por definición un pasatiempo más propio de un arqueólogo que de un cinéfilo. La importancia capital de este hombre en la historia del cine se reduce única y exclusivamente a un factor muy circunstancial: él fue el primer director de cine gore, tal y como lo entendemos. Fue el que uso por primera vez esa palabra para vender películas repletas de sangre, visceras y cachondeo barato, y fue también el primero que realmente se atrevió a rodarlas. Ya hablamos de él en este otro post, y como bien decíamos allí, su última película antes de cerrar el chiringuito, que fue THE GORE GORE GIRLS, ya era anterior a otras obras que durante años han sido consideradas las pioneras del género, como LA MATANZA DE TEXAS o LA ÚLTIMA CASA A LA IZQUIERDA. Vamos, que Lewis ya estaba haciendo películas gore una década antes que Tobe Hopper o Wes Craven, lo que ocurría era que como sus producciones eran cintas de exploitation ultra-baratas que se proyectaban fundamentalmente en drive-ins de la USA profunda, pues su vida fue limitada y efímera. Tras recorrer los circuitos obligados y espeluznar a los correspondientes teenagers que se daban el lote en el asiento trasero de un Pontiac, las pelis de Lewis se archivaban en un polvoriento armario y se dejaban morir de asco, puesto que nadie se imaginaba que semejantes majaderías fílmicas fueran a cobrar valor alguno en el futuro por parte de entusiastas y coleccionistas, como así ha sido. En todo caso, hay que insistir en que la diversión inherente a sus obras es esencialmente arqueológica, y que el encanto de estas cintas es puro camp, porque las pelis en cuestión son obviamente una mierda, hechas con malos actores, aún peores guiones y paupérrimos presupuestos. Eso sí, la que hoy nos ocupa es probablemente la mejor de todas las pelis gore que rodó Lewis, la que exhibe una mayor factura y una mayor disponibilidad de medios (al menos aparentemente), la más cachonda, la que tiene un guión más original, y la que está mejor fotografiada en escenarios naturales mucho más vistosos que el habitual decorado diáfano de todos sus films.

2000 MANÍACOS pertenece a la primera época de Lewis como cineasta de género, concretamente a la época en que fue socio del mítico exploiter Dave Friedman. El tandem Lewis-Friedman se convirtió en sinónimo de películas baratas, salvajes y divertidas. Juntos perpetraron nudies y sexploitations de títulos tan sugerentes como GOLDILOCKS AND THE THREE BARES o BELL, BARE AND BEAUTIFUL, hasta que un buen día vieron que el mercado estaba saturado de pin-ups en pelotas luciendo lencería de encaje e idearon la nueva baza de los surtidores de sangre y la casquería a lo bruto. Este filón les dio buenos resultados comerciales, si bien sus colaboraciones en el género apenas fueron tres (la hoy llamada Blood Trilogy), porque luego Friedman se siguió dedicando a explotar el sexo y el despelote, y Lewis se asoció con otros productores con los que siguió haciendo películas de terror sangriento. De las tres pelis generadas por tan fértil colaboración, la primera, BLOOD FEAST, es famosa por ser, precisamente, la primera de su especie, la obra seminal de la que surgió todo. La segunda, que es la que ahora nos ocupa, es famosa por ser la mejor, la más divertida y la más enloquecida. La tercera, COLOR ME BLOOD RED, no sé muy bien por qué es famosa, o quizás no sea famosa en absoluto, porque está bastante claro que es la peor de las tres.


Pero bueno, sea como sea, ver hoy en día 2000 MANÍACOS es un divertimento perfectamente adecuado para cualquier rato de aburrimiento vespertino con unas cervezas y pocas ambiciones cinematográficas. Atención al argumento: en algún lugar remoto al sur de la línea Mason-Dixon, unos rednecks con peto vaquero y sombrero de paja subidos a un árbol se dedican a vigilar la correspondiente carretera comarcal con unos prismáticos a la espera de que pase algún vehículo que sirva a sus propósitos. Cuando ven llegar alguno con matrícula de algún estado del norte, ponen la típica señal falsa indicando un presunto desvío obligatorio a la derecha, forzando a los viajeros a cambiar de dirección. Así es como logran reconducir los destinos de seis personas hacia la bonita localidad de Pleasant Valley, Georgia, donde son recibidos con fanfarrias, banjos y algarabía multitudinaria por los habitantes de tan ilustre municipio. Allí llegan por un lado dos parejas jóvenes que viajan juntas en un coche, y por otro lado la pareja protagonista encarnada por el omnipresente Bill Kerwin (que sale en todas las putas películas de Lewis) y la ex-conejita de Playboy Connie Mason (que repite papel de bombshell asesinable tras su participación en BLOOD FEAST), que en realidad no se conocen pero viajan juntos, porque la Mason ha recogido a Bill Kerwin en la carretera después de que éste tuviera una avería con el coche cuando se dirigía a una convención sobre enseñanza en Atlanta. Estos seis forasteros son recibidos con todo tipo de honores por los lugareños, lo que incrementa la estupefacción de los viajeros. Al parecer, el pueblo está en fiestas, inundado de pancartas, banderines con la bandera sureña y música en la calle, y el alcalde en persona (un Jeffrey Allen absolutamente inolvidable e icónico a más no poder) les invita a quedarse un par de días en Pleasant Valley como invitados de honor. Les informa de que no deberán pagar absolutamente nada, que serán los invitados, y que les invitarán a una barbacoa especial que sólo se celebra una vez cada cien años.


Lo que los turistas no saben, claro, es que en realidad lo que se celebra es el centenario de la batalla de Pleasant Valley, uno de los últimos enfrentamientos de la Guerra Civil Estadounidense, en el que el pueblo en cuestión quedó totalmente arrasado por las tropas de la Unión, que mataron a todos sus habitantes. Y lo que tampoco saben es que la celebración, además de en una barbacoa, consiste también en una sangrienta venganza contra los yanquis por sus despiadadas acciones pasadas, y que precisamente ellos van a participar en la barbacoa, aunque no precisamente como comensales. Uno tras otro, los confiados "invitados de honor" del pueblo van siendo objeto de la ira de los paletos sureños, los dos mil maníacos del título (que bueno, en realidad son aproximadamente una veintena de maníacos y va que chuta, pero ya se sabe, una película llamada "25 maníacos" no habría atraído tanto público al autocine). Los atolondrados visitantes van siendo asesinados de forma acorde con las tradiciones festivas del sur, todas ellas tan descabelladas, bizarras y circenses como cabría esperar: a la primera la cortan en pedacitos con un hacha y la sirven como cena en la barbacoa; a otro lo emborrachan con whiskazo de alambique en tazón de chapa y lo invitan a participar en un rodeo con caballos, de tal suerte que acaba con un caballo atado a cada pierna y a cada brazo, que al ponerse a trotar lo desmiembran por todos lados (bueno, en realidad apenas vemos un par de caballos y como de pasada, debe ser que no llegaba el presupuesto para el ganado equino); a otro lo meten en un barril con clavos afilados y lo despeñan rodando ladera abajo en plan bestia; a otra la atan a una tabla justo debajo de una plataforma de gran altura que sostiene un pedrusco gigante de cientos de kilos de peso, y luego la población se pone a tirar pelotazos a una diana como en las tómbolas de los monos tratando de desequilibrar el artilugio para que la roca caiga y aplaste a la muchacha (lo consiguen, claro). Y así sucesivamente. Como es lógico, y antes de que todos hayan muerto, Bill Kerwin ya se empieza a oler la tostada y se da cuenta de que tienen que escapar de allí, por lo que huye de sus anfitriones y declina amablemente esas muestras de hospitalidad sureña. Pero claro, los rednecks enloquecidos de esta "Deep USA Town" no se lo van a poner fácil, y van detrás de los protagonistas en plan salvaje a cobrarse la venganza por las implacables masacres decimonónicas de sus ancestros.

Los personajes que pueblan Pleasant Valley son directamente de carícatura de tebeo, empezando por el alcalde, el auténtico gordo con gorro de cowboy pero en plan elegante, como si fuera un pastor baptista, y venga a echar risotadas y gritos. Yo es que no puedo ver a Jeffrey Allen sin empezar a descojonarme, no me extraña nada que Lewis explotara el filón y lo sacara haciendo papeles similares en otras películas, sobre todo en el ciclo hillbilly, con títulos como MOONSHINE MOUNTAIN o THIS STUFF'LL KILL YA!. Luego está la pareja de paletos del peto y el gorro, encarnados por Ben Moore y Gary Bakeman, también habituales del cine de Lewis, con esos acentorros del sur que no les entiendes una puta mierda, y el eterno guaperas interpretado por Mark Douglas, que trata de camelarse a las féminas del grupo para luego someterlas a crueldades varias (no es casual que acabe tragado por las arenas movedizas). En el apartado femenino tenemos a la hermosa Linda Cochran, presencia habitual en las producciones de Friedman, y que aquí más que una mujer sureña parece salida de la cantina de un mexi-western, y a la risueña Candi Conder, que también salía en COLOR ME BLOOD RED y que aquí apenas aparece en la recepción del hotel metiendo clavijas en el panel telefónico. El resto del personal está compuesto, absurdamente, por la propia población local del pueblo en el que rodaron la película, que no es otro que St. Cloud, Florida, un pueblillo que está a tiro de piedra del actual Disneyworld. Al parecer, Lewis se presentó en el pueblo con un buen puñado de dólares y les dijo a las autoridades que querían rodar allí una película y que apenas estarían una semanita, ante lo cual nadie tuvo impedimento en cederles el hotel, las calles, la figuración y lo que hiciera falta. Por lo que cuenta el director en el audiocomentario del DVD americano, los lugareños estaban emocionadísimos de que por primera vez en la historia del pueblo se rodara allí un largometraje, y se prestaban voluntariamente a salir haciendo bulto, bailando, agitando banderines de fiesta y desfilando por las calles, aunque según Lewis, si hubiesen sabido en qué tipo de película iban a salir seguramente se habrían mostrado menos dispuestos (les hicieron creer que era simplemente algún tipo de comedia costumbrista rural o algo). Esto evidentemente influyó en la producción, dado que pudieron rodar escenas enteras con figurantes gratuitos en plena calle, cosa que en las exploitation-movies no era muy habitual (a veces la norma era rodar directamente en la puta calle sin permiso ni nada con la gente pasando y mirando a cámara estupefacta).


A pesar de ser teóricamente una película gore, y de estar catalogada en todas partes en el género de terror, la película está más cerca del ciclo hillbilly de Lewis que del cine de terror o misterio. La atmósfera oscura y tenebrosa brilla por su ausencia. Aquí todo sucede a pleno día y en mitad de soleadas localizaciones, y siempre en un ambiente de jolgorio y fanfarria amenizado por la música hillbilly, el bluegrass, y los llamados Pleasant Valley Boys dándole al banjo y a la guitarra (los amantes del tipo de música que sonaba en O BROTHER disfrutarán sin duda de los temas musicales). En su día tuvo que ser difícil encajar este film en algún género concreto, porque es evidente que no es de terror. Es más bien una comedia, pero en aquella época era inconcebible que en una película de risa salieran escenas de violencia brutal, desmembramientos, asesinatos y vísceras colgando. Pero eso es lo que es, y nada más. Ya desde el principio nos lo dejan claro, con esos personajes que espían la llegada de posibles coches, riendo y gesticulando como secundarios exagerados de alguna screwball comedy. Y pertenece también al terreno de la fantasía casi de Lewis Carroll, con ese pueblo fantasma que aparece de la nada un solo día cada cien años en esa especie de dimensión desconocida en la que puedes quedar atrapado, como en BRIGADOON, o como ese oasis onírico que aparece al final de KAFKA EN LA ORILLA. En esta mezcla de géneros la película fue claramente pionera.


Lo que más me llama la atención de las primeras películas de Lewis es que, a su manera, establecerían casi sin quererlo todos y cada uno de los clichés que luego se desarrollarían más en profundidad en el cine de terror moderno. Si BLOOD FEAST inauguró la tradición del asesino loco sanguinario, del "killer on the loose", 2000 MANIACOS apuntaba ya otros temas omnipresentes como el de los turistas desorientados e incautos que se quedan tirados en el típico Nowheresville, USA en mitad de la nada y tienen que vérselas con lugareños perturbados (aún tendría que pasar una década entera antes de que el americano medio viera llegar cosas como LA MATANZA DE TEXAS o LAS COLINAS TIENEN OJOS). No es que Lewis y Friedman usaran clichés porque fueran exploiters, sino que ellos mismos los crearon. En aquellos tiempos, no existía una tradición previa de este tipo de películas, y por lo tanto todo se lo sacaron de la manga sobre la marcha. Nunca pretendieron que sus nombres fueran conocidos, ni que sus historias tuvieran vida más allá del año o año y pico que tardaban en completar la tournée por todos los cines de programa doble del circuito de distribución que manejaran. Y sin embargo, muchos años después, ya retirados del oficio, unos Lewis y Friedman ya jubilados contemplan atónitos como, a pesar de todos los avances y mejoras realizadas en el cine de género, sus películas se siguen proyectando en pantalla grande en todo tipo de convenciones, ciclos y maratones nocturnos, en los que incluso se requiere su presencia para firmar autógrafos y contar anécdotas de aquellos felices años del cine de derribo ante cientos de espectadores ávidos de rastrear el turbulento pasado del cine popular norteamericano. Las salas de cine de los centros comerciales se llenan de cintas de terror destinadas a la juventud que no son sino versiones amplificadas de los lugares comunes que ellos mismos idearon. Incluso en nuestra limitada geografía, Alex de la Iglesia declaraba en los inicios de su carrera su intención de rodar un remake de 2000 MANÍACOS que se titularía 2000 VASCOS, y que estaría ambientado en los años sesenta, con unos españolitos del tardofranquismo que viajan a Francia en coche para ver EL ULTIMO TANGO EN PARIS y se ven atrapados en un extraño pueblo lovecraftiano cuyos desquiciados habitantes los van asesinando según las tradiciones de las fiestas populares vascas: a uno lo emplumaban y lo estrangulaban como a los gansos de Lekeitio, a otro lo partían a hachazos unos aizkolaris, etc. (por cierto, que no es la única referencia a Lewis en los proyectos de este hombre, puesto que ya en los créditos de su cortometraje MIRINDAS ASESINAS usaba como banda sonora la pista de sonido de la primera escena de BLOOD FEAST).

Pero volviendo al hilo de la cuestión... ¿qué posibilidades tiene hoy usted de llegar a ver 2000 MANÍACOS? Pues por oscura que parezca la película, lo cierto es que bastantes. Está editada en DVD en todas partes en ediciones mejores y peores, está hasta doblada al castellano, y por supuesto puede uno bajársela de la mula, el torrent y demás con total impunidad. Vamos, una distribución tan amplia que ni de coña habrían imaginado Lewis y Friedman hace cuatro décadas. También es cierto que es la única película de Lewis editada en España, y que el resto de sus títulos son bastante más jodidos de localizar. La mejor opción es sin duda la edición norteamericana de mi adorado sello Something Weird, que no sé cómo se las apaña siempre para obtener transfers estupendos de películas cuyas copias debían de estar sin duda en un estado absolutamente lamentable. De todos modos, el transfer es lo de menos, porque en la edición británica de Tartan es el mismo, y en la española de Manga Films ya no lo sé, pero es muy probable que también (a juzgar por los extras parece que han calcado la de Tartan). Lo que realmente importa de la edición americana, al igual que en todas las ediciones de películas de Lewis facturadas por el sello del gran Mike Vraney, son los apasionados audiocomentarios que Lewis y Friedman incluyen en ella. En compañía del propio Vraney (enciclopedia andante de la historia del exploitation donde las haya) y del productor y propietario de los derechos originales Jimmy Maslon, estos viejos zorros del negocio del cine de consumo rápido van desgranando una a una todas las anécdotas, recuerdos y datos olvidados del rodaje en aquel pueblo de Florida, entre risas y chistes cómplices. Un documento valiosísimo para el aficionado que no está incluido en ninguna otra edición, y que, como pasa con los audiocomentarios de todas las películas rodadas con cuatro duros, es siempre mucho más divertido e interesante que el de cualquier clásico de filmoteca a cargo del crítico o "film historian" de turno. Además, va en zona 0, e incluye tomas de ensayos y rodajes, trailers y abundante material gráfico rescatado de los archivos de Dave Friedman. Para quienes no hayan tenido nunca ningún contacto con el cine de estos pioneros del gore, este film es un perfecto punto de partida que sin duda sorprenderá para bien o para mal a sus amistades y desatará las risas y el jolgorio entre la concurrencia.


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